La cornisa me daba la única
protección posible, el aire contaminado de la urbe.
Grandiosa perspectiva que la
guerra había regalado.
El gris de la escena
conjuntaba con las caras de la gente.
Desvalidos.
Como el ‘rey de la jungla’ ,
pero en este caso,
toda la manada de antílopes
se mostraban débiles.
A penas había hombres y los
que había estaban mutilados.
Niños y mujeres desnutridos,
desolados…..
Manjares divinos.
Estaba en el edén prohibido,
mi propio paraíso
donde la tristeza era tan densa
que se podía caminar por ella, y lo hacía.
Roto por fuera y entero por
dentro, el miedo de sus ojos
eran un cálido masaje en mis
sienes.
Al cabo de un rato hizo
presencia la luna, mi suerte.
Frecuentaba un burdel lleno
de agujeros de obuses, paredes desconchadas y ratas bien nutridas.
Las princesas que habitaban
en ese castillo estaban
lejos de serlo. Deformadas,
apaleadas, mezclaban tonos pálidos y morados.
Sus caras quemadas por acido
no hablaban, no podían,
no querían.
Sometidas y sumisas, me
sentía arropado. Instintos de baja naturaleza.
Me excitaba contagiarles mi
‘don’ mientras bebían mi sangre, al fin y al cabo,
alimentaba esos escombros
humanos.
Mantuve mis hábitos una larga
temporada, hasta que agoté sus recursos y me fui.